Desde que el nacimiento del liberalismo como forma “democrática” de lucha contra los absolutismos imperantes en la vieja Europa acabara con las formas propias de hacer política de cada nación, todas ellas volvieron su mirada a esa nueva panacea de forma de ejercer el poder político. Para ello, gran parte de los intelectuales de la época se sirvieron de la profunda incultura y el analfabetismo de un populacho ávido de modernidades y, en algunos casos (es el caso de la Francia revolucionaria), cansados de un modo de vida donde el Despotismo Ilustrado había relegado al ostracismo a la propia voluntad popular. Era aquello de “todo por el pueblo pero sin el pueblo”.
Alimentados de ese veneno revolucionario donde se exaltaba el individualismo del hombre sobre el bien común de la sociedad, los llamados “representantes del pueblo” comenzaron a ejercer un tipo de poder político que, poco a poco, se fue alejando del propio sentir público. Con el disfraz de la soberanía popular, de la defensa de las libertades y de los derechos individuales de pensamiento, conciencia y asociación, de la división de poderes, de la libertad de prensa y opinión y de la ordenación del régimen político mediante una Constitución que encarnase a la soberanía nacional; el propio pueblo se fue auto sometiendo a un modo de ejercer la política donde el más mínimo atisbo de caridad comenzó a brillar por su ausencia. Sigue leyendo