Había una vez un país muy lejano que, tras una cruenta guerra, estuvo treinta y seis años gobernado por un dictador que, aunque dictador, con sus pros y sus contras, había mantenido la paz en todo su territorio, había conseguido que sus habitantes viviesen en relativa armonía trabajando a una por levantar su diezmada sociedad y había preparado como sucesor a un “delfín” que creía formado a su imagen y semejanza.
A la muerte del dictador, la Revolución no perdió el tiempo e impuso en el país un nuevo sistema de gobierno llamado “democracia”, sistema partitocrático donde los valores morales comenzaron a brillar por su ausencia. Antiguos consejeros del dictador difunto abandonaron los uniformes que los identificaban con el extinto régimen y se zambulleron sin pudor alguno en los vericuetos del nuevo sistema. El terrorismo nacionalista comenzó a machacar a las fuerzas de orden público. La moralidad legislativa empezó a hacer aguas por todos los flancos. Los líderes revolucionarios exiliados retornaron con la misma fuerza con que, cobardemente, habían abandonado el territorio patrio. Algunos líderes religiosos hicieron al pueblo relajar sus piadosas costumbres de antaño y parte del ejército renegó de su antigua obediencia para mostrar fidelidad al nuevo sistema de gobierno. Para colmo, el “delfín” heredero cometió perjurio sobre todo lo que había jurado en vida del difunto dictador, amoldando su nuevo status a su propia conveniencia y a la de la Revolución. Todos parecían muy felices mientras los cimientos morales del país se desmoronaban poco a poco sin remisión. El pueblo, inculto y ajeno como siempre a los vaivenes del poder, sonreía ante la irreal libertad de la que creía hacer gala. Todo era nuevo y todo era bienvenido por muy grotesco y absurdo que pareciese. Y el “delfín” lo firmaba todo. Sigue leyendo